Lespada, Gustavo
Legados - 1a edición - Córdoba: Alción Editora, 2024.
126 p.; 14.5 x 20.5 cm.
ISBN.: 978-631-6583-11-6
1. Poesía argentina II. Título
CDD A861
Datos de autor:
Gustavo Lespada es doctor en Letras (uba), escritor, docente e investigador de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires. Entre otras publicaciones, es autor de Carencia y Literatura. El procedimiento narrativo de Felisberto Hernández (2014); Tributo de la sombra (2013); Las palabras y lo inefable (2012); Naufragio (2005); Esa promiscua escritura. Estudios sobre literatura latinoamericana (Alción: 2002) e Hilo de Ariadna (1999). Entre otras distinciones obtuvo un Premio de la Academia Nacional de Letras del Uruguay (1997); Primer Premio Internacional Juan Rulfo (2003), Colección Archivos (Francia-unesco); Premio único (ensayo literario) del Ministerio de Educación y Cultura del Uruguay (2016).
Contratapa:
Gustavo Lespada es un poeta lúcido y reflexivo hasta el hueso, de enorme riqueza de imágenes, que se desliza por paisajes llanos o escarpados sin estridencias, como si les cediera cortésmente el paso a las palabras –a su semántica y su sonoridad– para ir detrás de ellas y darles el lugar que se merecen. Es tan cuidadoso su trato, que se asimilan y fluyen como si se posaran levemente en el verso. Y esto es así cuando la imagen nos arrastra hacia las napas más profundas o hacia un espacio doméstico. Legados es un homenaje al maestro que compartió la pasión por la lectura y el conocimiento pero también es la herencia que el poeta ha recibido. Es un eslabón en el destino literario de Lespada, la manifestación de un deseo de poesía que nunca desaparecerá, que no se agota.
Ana Silvia Galán
Presentación de LEGADOS
de Gustavo Lespada
Librería “Otras Orillas”, Buenos Aires, 18 de mayo de 2024
Casa de Mario Benedetti, Montevideo, 24 de mayo de 2024
El primer legado de este libro de poemas es el que proviene de los ancestros y los descendientes, a lo largo de tres generaciones, desde la abuela a la nieta. Y entre ellos el primer espacio es el hogar en el que la madre alimenta. Gustavo Lespada aprobaría el recuerdo inmediato de César Vallejo, que en Trilce llamaba a la madre “Tahona estuosa de aquellos mis bizcochos / pura yema infantil innumerable, madre”. La madre como una panadería cálida en la cual se manifiesta la pluralidad de un origen. Esta otra madre también, como la tahona, está ella misma enharinada y usa las yemas de los cinco huevos para el amasado de la pasta de domingo cortada a cuchillo. En este poema el niño es eterno porque vive en un presente absoluto, sostenido por la mirada maternal: el niño sabe que no hay un más allá respecto de aquella mirada materna (“Lo más lejos del piso era tus ojos”) y que no habrá nunca más una casa –un hogar– en cualquier otra que habitara. “Nunca más una casa fue mi casa” finaliza el poema con el énfasis y la distinción de la cursiva. El mundo alcanza en aquella escena inicial un absoluto: es el principio, el Edén. Y asimismo el niño es un cuerpo, un “cuerpito” donde nace el habla, cuyo fundamento es, precisamente, la lengua materna. No hay poesía sin este retorno, pero todo lo que sigue a este poema es una lenta separación y un descenso. Por lo tanto el poema que le sigue es radicalmente funesto: se llama “Réquiem” y habla ahora de la entrada en la muerte de otro ancestro, el tío artista –Dumas Oroño. El arte, decía Shklovski, no evoluciona de padres a hijos sino de tío a sobrino. Este otro legado es así: luego de la caída de aquel Paraíso, el habla del poeta solo puede añorarlo y nombrar la inevitable inmersión en la temporalidad como una herida, como una desgarradura. Y tal si este libro fuera un modelo mínimo de la duración, varias páginas después el poema se pregunta “¿qué herida / primigenia qué impulso, qué carencia / buscamos suturar con la palabra?”. No son las páginas sino el tiempo lo que ha pasado o, mejor dicho, ocurrió la sucesión. Cuando el poema sucede ya se abandonó el origen, puesto que si la palabra no fuera su espejismo, su simulacro o la distancia vívida de la melancolía, si no existieran la incertidumbre y el desasosiego y la carencia –una palabra que centra la obra misma de Lespada como poeta y como crítico– la poesía en tanto tal no existiría. Y ¿qué le ha enseñado el tío artista al sobrino en el desvío del origen, cuando el poema entra en la sucesión?: que el arte se hace con restos, que consiste en su forma con vestigios, con ínfimas menudencias desprendidas. Dice “cómo incluir el resto / alojar el desecho: / dar soporte en el lienzo o en la fibra / al trocito de trapo / una brizna / un palito o recortes de diario / juntados en la calle”. Ese ejercicio de la humildad –arte en el que Lespada es un maestro de vida– no es sin embargo un empobrecimiento, sino una exaltación porque, le enseñó el artista, “nada es solamente aquello que parece”. Y llega entonces al poema el legado del padre elegido, no del padre carnal, no del padre real. Es el padre vinculado a una voluntad, no a un azar y, puesto que la paternidad es una elección, el hijo poético invierte el orden y es el que elige en su deseo. Digamos que aquí el hijo hija –diría Gelman, otro lector de Vallejo– y engendra en sí mismo el orden simbólico como póiesis, hacer poético; se posiciona en el orden de la lengua con quien busca ser inscrito: se llamaba Noé, Noé Jitrik, padre y maestro mágico. Busca literalmente, porque “el sentido es su misma búsqueda”, porque Noé le ha dado este otro legado: “buscamos / y buscamos / tal si fuera una clave / cifrada / un alimento”. Y mientras la madre alimenta enharinada con la lengua materna y la abuela con la voz mediterránea en el vapor que se levanta en la cocina, Noé entretanto alimenta con el reverso del hambre cíclico que ha perdido aquella nutrición primera, esa rueda del hambriento que busca la palabra: “un maestro es aquel que nos sacude / nos deja a la intemperie / al borde / del vacío y a la vez / nos sostiene”. Lespada entendió con su cuerpo poético el gesto propio de la estética de Noé Jitrik: para Noé el “vacío de sentido” era el instante en el que una añorada vida plena –como escribió en Fantasmas del saber– se ha transformado en puro recuerdo, apagado hervor”. Por eso Lespada escribe en el poema “Cicatrices” que vivimos la “libertad falaz de ser cautivos del recuerdo”. Pero la escritura –y de un modo soberano la escritura poética– es una acción que se produce justamente en ese vacío transfigurado como un espacio blanco y que tiende, como afirmaba Jitrik, “a poner de relieve el enigma del vacío, la página en blanco que asedió en algún momento a Rubén Darío”. Cuando asimilamos la lección de un maestro, ya no es el maestro el que habla en nosotros sino que asumimos como propio aquello que nos ha transformado para siempre. Esos pobres restos, que son el detritus del mundo con los cuales el arte exalta la precariedad como forma, no son, entonces, lo que parecen, como enseñó el tío, sino se conforman, además, en la riqueza de la pobreza, como enseñó Jitrik. Enseñanza o ensueño (ya que enseñar debería decirse “ensoñar”, como dice Gustavo Lespada), escribir es un acto que busca colmar el vacío, pero lo hace de un modo singular: lo colma cuando se torna otro, cuando lo transforma en otredad, cuando transfigura –lo vuelve figura– en el lenguaje: “querrá decir querer / siempre lo otro / habitar otro espacio”, escribe Lespada. Y en ese acto el sujeto mismo es otro o mejor dicho, nadie: “no hay sujeto, / y si acaso lo hubiera y / si queda todavía un yo que diga ‘Yo’ / entonces no hay poesía / aún no llega: / es otro”. Es otro y es nadie porque quien lo es puede serlo todo. Y además la lengua es extraña, extranjera, extraviada en repeticiones que son diferencias, vocablos especulares, paronomasias y roces del significado para significar de nuevo y escapar del código, burlar el orden prefijado.
Cabe advertir que esa riqueza de la pobreza, además, no es solipsista ni un acto aislado y autocomplaciente, sino una elección propia del artista latinoamericano arrojado en la resaca del capitalismo: “la pobreza pariendo la riqueza / como contrasentido o paradoja / como epítome o símbolo / del capitalismo / el Facundo / o Vallejo”, escribe. Sumergirse en el continuo del tiempo cuando se parte de aquel origen, significa también asumir su tiempo propio, es decir, asumir la historia. Y en ella hay también elecciones, determinaciones, compromisos con ciertos legados: varios textos de se presentan como enunciados anticolonialistas. Una instancia de la letra poética de este libro se alza literalmente contra la ley colonial, la lengua de Colón, contra el vasallaje, contra las formas de dominio del imperio que va desde la vindicación étnica de los cholos queridos y ultrajados, pasando por el cuestionamiento del exotismo en la enigmática frase de Kafka “Wunsch indianer zu werde” (“quisiera ser un indio”), hasta la escena autobiográfica del joven inmigrante que se presenta como voluntario para pelear contra los ingleses en la guerra de Malvinas sin instrucción militar. Y consecuente con el legado, para Lespada ese poder es patriarcal y la Patria debería llamarse Matria.
Se abre entonces, en la herida y la carencia, en el camino que es apartamiento y diferencia y búsqueda, el suceder de los días, la duración, eso que el poeta llama “la concepción lineal del tiempo / que es ‘oro’ y consecuente / que es peldaño a peldaño / o paso a paso” o, en otro poema, “la contumaz cadena / de cada día eslabonado / a otro / a otro / a otro”. Ese tiempo es oro que se pierde o se dona en la pobreza, en la intemperie y en su derrotero hacia el fin. A veces el poeta usa la metáfora del tren pero también una muy antigua que reaparece en sueños, como en el poema “El agua”, el agua a la vez material e imaginaria que fluye, fluye en el río, el río espeso en el cual el nadador se halla a la deriva, buscando el equilibrio, “saliendo de chanfle hacia la orilla”, braceando hacia la costa (y toda agua revivida en sueños es también el agua primordial).
Así, el camino del poeta extraviado en el tiempo lineal tiene tres consecuencias: la primera consecuencia es una ficción de retorno bajo la forma espectral del poema, el regressus ad uterum como nostalgia de la matriz originaria. Todo el libro está puntuado por esta orfandad temporal. Doy algunos ejemplos: “ser nadie que es ser todo / volver a la niñez”, “el roce maternal de la mirada, / el vértigo inclemente de la separación / nutricia, de la orfandad del pecho”, “mi vida es como un niño que se escapa / que se va de la casa”. Hasta la célebre pintura “El origen del mundo” de Gustave Courbet (cuyo último propietario fue Jacques Lacan y que había ocultado aquella bellísima e inquietante imagen de la mujer que exhibe su vulva debajo de un paisaje pintado por André Masson), esa misma que inspira el poema “El origen del mundo o la verdad del arte”, forma parte de esta saga ideal que supone asumir la lengua materna como matriz para separarse luego en la continuidad terrenal y vivirla en parte como duelo, aquello que el poeta llama “la relación del orden del incesto”. Ya que el pacto y la renuncia es asumir el tabú de una palabra vacua, rodeada de ausencia, para alcanzar la forma del poema: “La forma no es directa / el asedio / no es recto / el camino es apenas / deambular incierto a bordo de un color / por semejanza / una alusión al tono o la medida: / la relación del orden del incesto”.
Esto abre la segunda consecuencia: puesto que el tiempo es un continuo el poema se vale de la ilación como forma para “remontar el origen del agua / o la palabra pura”. En la ilación es su modo de retornar a través de lo maleable de la lengua, lo hacedero, aquello que para salvar el tiempo necesita el despliegue en el tiempo: provocar en el poema el eco, gestionar el ritmo, volver todo lo perdido nombre y música verbal: “el eco es un retorno que alucina / veredas de regreso”, escribe el poeta. Y también: “sonido / antes que letra” para un vocablo que es recurso, decurso, discurso rítmico contra la intemperie y, otra vez, fantasía de infancia cuando en el principio nacía al lenguaje: “es animal alegre que retoza / y cava su escondrijo / su ritmo su cobijo / bajo tu falda”. Así a poco de andar en el volumen campea el endecasílabo, su ritmo domina, toda la lengua poética de Lespada se abre en el vaivén, en la constancia de la cadencia. Así las palabras se transforman y hallan nuevos significados o los pierden, hay que volver atrás para comprender lo que se va llevando en su decir dicente: “Ah si de pronto saja / se raja la burbuja / el epitelio / se traba la rutina / se quema el almanaque / y la presa no cambia ni camufla”. Un ritmo es un retorno, un verso es una vuelta, porque regresa una y otra vez lo otro y lo mismo, repetición y diferencia, todo el libro se estructura en esa reverberancia. Lespada, uruguayo al fin, aprendió muy bien la lección de explorar la masa sonora del poema que le enseñara Idea Vilariño, ese tono que nunca ha perdido y que en cada poema reaparece. Y como la armonía es una nostalgia y no un hecho, el poema se barra, el poema se labra con cortes, con espacios, distribuye su ritmo en súbitas dubitaciones, en repentinos cortes que demoran y extravían el rumbo. La ilación no se pierde nunca porque es el eros del lenguaje, allí donde la lengua roza y busca, en la alternancia, la melodía del dos.
Y aquí se abre la tercera consecuencia, que se advierte principalmente en toda la segunda parte, como un diamante oscuro del volumen: “Avatares del dos (o dilemas del legado)”. No hay posibilidad en el tiempo de retornar a lo uno, no hay posibilidad, al habitar el tiempo del mundo, de no vivir en la diferencia y la disyunción y, una vez más, esa condición misma, que antes hallaba en el ritmo como despliegue de dualidades su atajo, encuentra en el Dos su modo de precaria permanencia. La forma bajo la cual se halla esa consecuencia es el amor, que la poesía no cesa de interrogar, de llamar, de añorar y de sufrir en sus alternancias ritmadas. No es casual que esta sección esté precedida por una cita de Badiou y por el fragmento de un tango, la letra de alguien cuyo nombre de poeta emblemático, Homero, el hacedor, lo vuelva gracias al amor claudicante, un verdadero Expósito. En su Elogio del amor Badiou dice que en el amor se trata, ante todo, de un Dos. El Dos es el número del ritmo del poema, su erotización y su desvelo, su latido feroz, el grito que late: es, dice el poeta, “el alarido / el ala herida” y es el Dos que literalmente se desmadra. En su poética erótica ha fundado su amor en el desamparo, otra vez la falta y la carencia como espacios de otredad: “se enamoró de aquello que le falta / de lo que nunca tuvo / de su dolor / su angustia / de todo su silencio y soledades / de la mano de niña que no encontró la mano / al cruzar la avenida / se enamoró de todo / el desamparo… el amor es el único / don capaz de cambiar lo sucedido”. Y podemos agregar que también cambia la sucesión, cambia el sentido del destino. Así el amor es dar lo que no se tiene y menos a quien no es, sino a quien no está. Porque el reverso del amor es la ausencia, el mundo y este libro está poblado de poemas que duelen el amor como ausencia del otro, de la otra. El amor es entonces lo contrario de la muerte porque incluso matándose se mataría su imaginario, el lazo desvelado que ata a la otredad enamorada. El amor no concluye, sino se inconcluye y cuando el poeta se pregunta cómo muero la respuesta es que no puede morir porque espera. El lenguaje debe torsionarse para decir en el poema lo que significa verdaderamente la disyunción del sí mismo que abre la ausencia amorosa: en lugar de “yo me quedo esperando” escribe “yo te quedo esperando”. Porque el poeta interpone el cuerpo en el Dos, funda la fusión momentánea en la disyunción, de la cual el poema es su espejo, incluso su lugar. Porque este poeta enamorado busca transformar el tiempo en lugar, en hogar: “aquí me quedo”, dice en el verso final de un poema y sabe que otra vez, cada vez, el Dos se reencuentra en el portal de las palabras nunca dichas todavía en la lengua materna: “en un portal, desnudos / como por el amor recién creados / los dos nos encontramos con la Madre”. El encuentro en la otredad amorosa del Dos es el riesgo que abre el legado, tanto la amenaza del tiempo que aniquila como la redención del tiempo en el ahora: “El tiempo: eso no existe / afuera de nosotros, / el tiempo: eso es ahora”.
Poesía huérfana, sin yo y sin dos en los mimetismos del reencuentro y del retorno, poesía que inventa su lugar y busca su palabra en el tiempo, poesía donde misteriosamente habla lo que no se sabe, lo que no está, lo que sin embargo puja en la sombra para nombrar su máxima utopía: decir lo indecible. Gustavo Lespada lo llama así en el ritmo de lo neutro, ne-uter, ni lo uno ni lo otro: eso. “Eso” es lo que desenmascara la máscara del yo, la persona como mascarada, eso es lo que dice más allá de la lengua, más allá del límite, eso es lo que subyace y lo que perdura, la fiesta móvil de la palabra abismal y animal, sobreviviente y primigenia: “Eso es de entraña prensil, / pura intemperie, es gutural, / aúlla, habita dentro / eso viene / de lejos, / viene de muy muy antes / de la cálida mano que a su mano / guiara / apretando aquel lápiz / sobre blandos renglones”.
Grito primal, la poesía es el legado verdadero de la lengua materna.
Jorge Monteleone
“De lo inasible no se escapa” por Paula Daniela Bianchi
Legados de Gustavo Lespada. Alción Editora, Córdoba, 2024, 126 páginas.
Los poemas de Legados (2024), de Gustavo Lespada, se despliegan en un libro macerado con la paciencia, la ternura, el deseo y el recuerdo. Los legados son modos singulares de lo propio, ligados con la pertenencia de la herencia afectiva, cultural y poética que se renueva en lo transmitido y lo que se legará. Legados, escribe en el “Prólogo” Ana Silvia Galán, potencia palabras transformadas en gemas extraordinarias que despiertan la sensibilidad dormida y que nos conducen hasta puertas que develan misterios y frases que nos desalinean.
El libro se divide en tres partes: “I Legados”, “II Avatares del dos (o dilemas del legado)”, “III Manifiestos (o manifestaciones del legado)”. Desde el título esa primera palabra se anticipa plural, participia y sustantiva, porque legar es transferir, entre otras acepciones, y este libro se expande en un traspaso, en un tras la huella de los que vienen, los que se van y los que están.
Es un libro poético y político, armado a partir de diálogos que nos mecen entre fragmentos del pasado y del presente, aunque nos acarrean caprichosamente de salto en salto hasta un futuro por venir. Legados, entonces, entrelaza con la madeja de lana del croché de Elena, el punto atrás del tejido que remienda el cuerpo textual, que desde el título y la pintura que define la portada nos anuncian la interconexión o punto cadena entre los unos y los otros.
Legar, ¿qué nos lega el poeta? El íntimo espacio de la casa devenida hogar y los afectos de su pasado, con algunos destellos del presente apenas pretérito. En esta primera parte, “I Legados”, las poesías nos hacen una invitación a recorrer por los recodos de la memoria y nos proporcionan indicios de lo que vendrá con dos epígrafes en apariencia dispares y, sin embargo, tan ligados entre sí: uno pertenece a la poeta uruguaya Idea Vilariño, el otro, al Tao Te Ching, donde el pasado nos remite a un “presente absoluto” (15) que se vertebra con “Hogar” y con el resto de la obra, entre las raíces, la palabra estética y el desplazamiento.
El primer poema de la serie está dedicado a la madre del poeta y nos abre la puerta de su infancia hogareña. El “Hogar”, ése que doña Brenda Oroño supo cargar de aromas y de colores. Ese hogar que nos convoca alrededor de la mesa tendida y del olorcito a tuco de la pasta casera y del dulce de membrillo que nos paladea el sabor del recuerdo en la boca o de la planta de orégano con sus hojas listas para ser frotadas. Hogar es esa casa que se va a reproducir con distintos matices a lo largo del libro, no es solo un poema posicionado azarosamente en la distribución de la obra, sino que organiza la lectura de la pérdida, la memoria, el reencuentro y expone la intemperie descarnada o la encarnadura de la letra. Las escenas de la pérdida de la infancia se ligan con el refugio materno de la casa-útero: “nunca más una casa fue mi casa” (15). Lo que no está se recobra a través de los olores que proporcionan cierta cercanía en la distancia del gusto. El atisbo disruptivo se funde entre los ojos del niño que mira desde el piso hasta los ojos de la madre que lo acobija, a la vez que lo expulsa hacia el afuera en un mandado que lo conduce a la vida fuera del útero.
“Réquiem” es el segundo poema dedicado al maestro de los “mates” y los “cuadritos”, Dumas Oroño, ese mismo que disfrutamos desde las palabras y desde la portada del libro, como limaduras de barcos en la niebla. Este poema a continuación de “Hogar” condensa el sentido del tacto nuevamente en la hechura de las manos de Dumas. La voz poética se pregunta: “cómo incluir el resto/ cómo alojar el desecho” (17). El juego de las palabras “resto” y “desecho” cruzan el desperdicio con el deshacer “un hilo” (16) que circula entre “la nada…nadamente”.
| Los versos desarman de a gajos la posibilidad de la búsqueda incesante pero compartida haciendo “del yo un nosotros” |
A esta genealogía familiar se le suma la familiaridad pasada con “Elena” y la futura con “Palabras para Julia” o los versos para la maestra y los hallazgos del niño que pronto será adulto. “Legado I”, “Legado (gajo I)”, “Legado (gajo II)”, “Legado (gajo III)”, dedicados a Noé Jitrik, el entrañable maestro, amigo, padre intelectual. De este modo, otro íntimo vínculo se descubre como una sólida cortina de sentidos del otro lado de la trama familiar. La voz poética se intensifica a partir de “Legado I”: “un maestro es aquel que nos sacude/nos deja a la intemperie/al borde del vacío y a la vez nos sostiene” (22). Estos versos capturan la primera síntesis de este libro eslabonado. Las manos de Brenda, Dumas, Elena contienen y empujan al afuera al niño que debe crecer y mudar pantalones cortitos por otros largos que oculten las rodillas desnudas. Las manos de Noé Jitrik se transforman en lo que el maestro trasmite desnudando otro cuerpo, otro sentido desde el borde de la higuera o del conocimiento siempre en estado de búsqueda. “Desmigajando”, “gajos”, “desligando”, “pliegues”, “espulgar”, “desovar” componen el placer del texto en el grado cero: “mostrar la costura/el reverso de trama” (23). Los versos desarman de a gajos la posibilidad de la búsqueda incesante pero compartida haciendo “del yo un nosotros” (24), en el que se “recobra la palabra de la tribu” (24) constructora de otra forma de hogar que se revela en el “habitar/otro espacio” de movimiento e intemperie en el afuera. Los gajos suponen el trabajo de escarbar el sentido, propiciando un legado cuidadoso: “resguardar la herencia” (28) que “no hilvana ningún reflejo” (28) pero que hilvana el recuerdo, la huella plantada, mejor dicho, dibujada a través de la letra.
En los poemas siguientes se engarzan otras genealogías y textualidades intertextas. "La v" de Vallejo, del poema de Vallejo, de la voz de Vallejo, de la vulva erótica en Vallejo, de la visión de constituirse en una voz poética legada en la tierra, la orfandad y la intemperie. Porque legar es figurar, es decir, rescatar, se tejen en esta primera parte el vaivén de la familia que trama el poeta, la familia de antaño, la actual, la literaria que se hace huesos fundante en Vallejo y Delmira Augustini que prosigue en José Agustín Goytisolo, Idea Vilariño, Filisberto Hernández, Fernando Pessoa, Juan Gelman “como una libertad falaz que nos haría cautivos del recuerdo” (38), Francis Ponge, Martín Heidegger y la familia tanguera con Discépolo, Homero Expósito y el perfume del naranjo florido y ese pedazo de vida, qué importa el después y, aunque no lo dice, recorre toda su poética organizando en direcciones temporales contrapuestas.
La segunda parte del libro también inicia con dos epígrafes que discurren entre los enunciados del amor y la ley de Alain Badiou, y el amor sufriente que no ancla de Homero Expósito. “II Avatares del dos (o los dilemas del legado)” está escrita con la erótica lengua, con la pasión encendida, con el deseo en la punta de los dedos, con la búsqueda que complete la ecuación. Los avatares se presentan como fases cambiantes dentro de uno o más ciclos, como la transformación de la carne en algo leve, como la figuración gráfica de una identidad virtual del yo con un otro. La sesión comienza con “Dos”, con un epígrafe de Nietzsche y es dedicado a Fernanda. Aquí se abre otra filiación donde el encuentro de cuerpos se une a partir del tacto de las manos. Son otras manos y otro deseo los que delinean pieles y contornos, reunidos pero escindidos en número par. En “Decir te” dos versos me conmueven. Esa “palabra justa” (58) para rescatarla de la intemperie “para decirte aquí estoy/ y aquí me quedo” (59). Entre lo que fue y lo que pudo ser, fundidos en un dos presente, mientras que “Momento mori” nos regresa al futuro con la apertura de un epígrafe nuevamente de César Vallejo a modo de pregunta sin respuesta, quizás: “y si te vas ahora… cómo muero?” Interroga un yo en situación relacional a otro a partir de la cópula conjuntiva en minúscula. A los que se le suman los puntos suspensivos que acompañan al adverbio del preciso momento con una pregunta que pareciera venir desde otro tiempo, que no es el “ahora” de la enunciación sino de una interpelación más profunda. El verso concluye con un signo de interrogación que se habría abierto antes de esa minúscula “y”. A modo de advertencia, pareciera el poema anterior encontrar una suerte de contestación en “El sexto día” donde morir no sería posible aún porque “no estaba listo el mundo” (64) para volver.
| Es un libro poético y político, armado a partir de diálogos que nos mecen entre fragmentos del pasado y del presente |
Las escenas de los poemas figuran un libro del retorno. “Retorno” otro poema con epígrafe de Vallejo aloja la necesidad de regresar a la casa que no es mía, a la niñez que habita a la voz poética, volver para “acortar el mar de ausencia”: “Las palabras se tejen se destejen cantan corren ruedan”, “como si buscaran más allá” (86) buscan regresar, permanecer, pero el tiempo no es lineal en estos Legados, sino que el tiempo juega, se revuelca mítico y fragmentado: “El tiempo, eso no existe, afuera de nosotros el tiempo: eso es ahora” (88).
El erotismo y el deseo que fluyen en “II Avatares” se acoplan con la idea del amor, a la vez que, los versos redireccionan la mirada hacia la falta, alojando la “caricia como carencia”. Así lo podemos ver en “Lo que no se tiene” donde la voz poética anuncia “se enamoró de aquello que le falta/ de lo que nunca tuvo/ (…) del desamparo” (56). Son el desamparo y la intemperie aquello que fragua los versos como los avatares que parecen mostrar algo que ocultan a medias. El vacío, el hueco, la herida horadan la evocación poética.
Finalmente, el tercer momento de Legados se denomina “III Manifiestos (o manifestaciones del legado)” donde “el rasgo fascinante del lenguaje” (97) se torna más político, aún en presencia de la verdad y la realidad. Son los epígrafes de César Vallejo y Susan Sontag los que vaticinan el legado explícito de la resistencia colectiva de un yo personal y un yo histórico. Las manifestaciones oscilan entre la memoria, el indio –siempre los indios–, el ocho de marzo –dedicado a sus hermanas–, no como una celebración sino como un recordatorio, el trauma de la Conquista, la Guerra de Malvinas –dedicado a Enrique Foffani. Si en el primer apartado surge la familia como una suerte de filiación de la voz poética, y en la segunda se torna íntima, además de erótica y desprotegida, en la tercera es la voz colectiva, la comunidad de la comunión de la palabra estética y única del poeta la que escenifica la lucha “a pura intemperie” (99).
En continuidad con los otros legados, la negación define lo que no es resistencia, lo que no es la lucha. Es la desnudez en medio del desamparo lo que destaca esta tercera parte y formula el juego de lo mostrado monstruosamente con el eclipse que lo oculta: “¿acaso sea solo superficie curtida/ por las carencias y la cobardía?”, “una corteza”, “mezcla/de herencias y lentas/ erosiones del tiempo?” (113). El libro cierra como abre con la continuidad de lo no lineal: “porque nada, decía, es solamente/ aquello que parece” (17). “Descolonización (envuelta –como para regalo– de ternura:)” la voz poética comparte otra arista amorosa del recuerdo en una reminiscencia al legado de Noé Jitik: “¡¿Cómo se puede andar así tan entrañable por la vida misma!?” (126).
Legados de Gustavo Lespada, con el estallido astillado de las palabras, nos regala la exquisitez de la palabra, un pedacito de vida, un compromiso amoroso y una constelación de filiaciones afectivas de un suyo-tuyo.