QUIZÁ no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos que aquellos que creímos
dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro favorito. Todo lo que, al parecer, los llenaba
para los demás, y que rechazábamos como si fuera un vulgar obstáculo ante un placer divino: el
juego al que un amigo venia a invitarnos en el pasaje más interesante, la abeja o el rayo de sol
molestos que nos forzaban a levantar los ojos de la página o a cambiar de sitio, la merienda que nos
habían obligado a llevar y que dejábamos a nuestro lado sobre el banco, sin tocarla siquiera,
mientras que, por encima de nuestra cabeza, el sol iba perdiendo fuerza en el cielo azul, la cena a la
que teníamos que llegar a tiempo y durante la cual no pensábamos más que en subir a terminar, sin
perder un minuto, el capítulo interrumpido; todo esto, de lo que la lectura hubiera debido impedirnos percibir otra cosa que su importunidad, dejaba por el contrario en nosotros un recuerdo tan
agradable (mucho más precioso para nosotros, que aquello que leíamos entonces con tanta
devoción), que, si llegáramos ahora a hojear aquellos libros de antaño, serían para nosotros como
los únicos almanaques que hubiéramos conservado de un tiempo pasado, con la esperanza de ver
reflejados en sus páginas lugares y estanques que han dejado de existir hace tiempo.